El carisma

La misionera de la Realeza de Cristo participa en el carisma que el Espíritu Santo ha otorgado a la Iglesia a través de San Francisco y Santa Clara y pertenece a la familia franciscana.

Siguiendo el ejemplo de Francisco y Clara, se compromete a vivir el Santo Evangelio “sine glossa”, lleva un estilo de vida sobrio, alegre, esencial y solidario, colabora con los hombres y mujeres de su tiempo por un mundo más justo y por el respeto a la creación; al contemplar el evento de la encarnación de Cristo, aprende a reconocer y adorar al Misterio Trinitario presente y activo en el mundo y en la historia.

La oración de alabanza y la acción de gracias caracterizan la vida de la misionera que, como Francisco, reconoce en la creación los signos del Creador, para alabar y bendecir para siempre al “Altísimo Todopoderoso, buen Señor”.

Como franciscana busca en todas partes los signos de la presencia de Dios: en la ambigüedad de los acontecimientos de la historia, en el límite suyo y de los demás, en el pobre, el enfermo, el marginado, el extranjero, el prisionero, el pecador … comparte en la minoridad y con simplicidad de corazón, serenidad y paz, convirtiéndose así en un signo de esperanza.

Del amor de Cristo, pobre y crucificado, aprende a servir a cada hombre y a cada mujer como hermanos y hermanas; comparte la situación de quienes no tienen ninguna forma de privilegio; trata de ser fiel a la Palabra de Dios, que la interpela en la historia diaria, incluso aceptando convertirse en  signo de contradicción u  objeto de incomprensión.

La Laicidad

La historia de hoy nos desafía y nos obliga a no ser neutrales, sino a tomar decisiones. Precisamente en esta historia cultivamos junto con toda la humanidad el sueño de siempre: vivir relaciones interpersonales y comunitarias solidarias, no violentas, en nombre de la justicia y la fraternidad. La laicidad en la común fe nos llama a compartir el camino de todos, recogiendo el cansancio de quienes no aguanta y, por eso, no  comprende y maldice, lo convierte en un lugar de bendición, es decir, en una oferta.

Esto significa para nosotras volverse “islas de bendición”, para restituir sentido a lo rutinario reconociendo que en el hay belleza de vida.

La laicidad es una dimensión intrínseca de cada vida cristiana” [1]: expresa la pertenencia consciente y agradecida a la humanidad universal en el plan de salvación de la creación, de la Encarnación y de la Pascua.

“Si por autonomía de las realidades terrenales se entiende que las cosas creadas y las mismas sociedades tienen sus propias leyes y valores, que el hombre tiene que descubrir, usar y ordenar gradualmente, entonces se trata de una exigencia de autonomía legítima: no sólo esa es reivindicada por los hombres de nuestro tiempo, pero también está en conformidad con la voluntad del creador. De hecho, es desde su misma condición de criaturas que las cosas todas reciben su propia consistencia, verdad, bondad, sus propias leyes y su orden; y el hombre tiene que respetar todo eso reconociendo las necesidades de método propias de cada ciencia o técnica”(G.S. 36)

Por lo tanto la laicidad significa simpatía por el mundo, respeto por “la autonomía legítima de las realidades creadas”, pasión por la construcción de la “ciudad del hombre”, en la conciencia de que aquí contemplamos el hacerse del reino.

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[1] L. Serenthà e A. Carguel “La laicità e il laico: coordinate teologico-sistematiche della riflessione”